Relato que escribí cuando tenía 15 años, y que ganó un pequeño concurso de narrativa...
Eran exactamente las siete
y media de la mañana, hora en la que el ruido interminable e insoportable del “
¡ti, ti ti!” hacía eco en el oído de Martina. Martina abrió sus enormes ojos
negros azabache, que disimulaba muy bien tras las horribles “gafotas” de pasta
que llevaba diariamente. “Bueno, ya es lunes”, pensó un instante acostada sobre
su cama; y de un súbito impulso, apagó el molesto despertador. Como un rayo se
vistió con su uniforme, recién planchado y correctamente doblado sobre la
silla. Una pena de uniforme: calcetines blancos e impecables, casi cubriéndole
las huesudas rodillas; faldita a cuadros, no tan corta como ella en realidad
quisiera; una chaquetilla de lo más pija y cutre a la vez; y por fin, esos
zapatones negros, abrillantados con grasa de caballo, un poco incómodos. Pero
su mejor rasgo, y con lo que mejor la identificaban los compañeros en su
instituto privado, eran esas largas trenzas que cubrían su pecho, y esas
“gafotas” de pasta que reducían sus enormes ojos a los de un topo. Su cara era
la cosa más pecosa que se hubiera podido ver, y además usaba corrector de
dientes. Martina era un desastre. Siempre llevaba un calcetín más bajo que otro,
los cordones de un zapato sin atar, y claro, esa es la causa por la que siempre
se tropezara con todo el mundo. Y luego estaban las risas y las burlas de los
compañeros, a las que Martina respondía con una estúpida y sonora carcajada,
aunque en realidad, tuviera unas ganas tremendas de llorar antes que de reír. Y
la cosa no queda aquí, en las asignaturas tampoco es que fuera una empollona,
no. Exactamente, seis asignaturas pendientes de recuperar, y las demás
aprobadas por los mismísimos pelos, Una auténtica joya, ¿verdad?
En la economía
no es que le fuera mal; vivía en una lujosa casa con todas las comodidades
necesarias para no salir de ella. Su padre, un aficionado a los puros y al buen
comer, que siempre tenía pestilentes círculos de sudor en las camisas, era un
rico empresario propietario de una multinacional. Su madre, con más liftings y
liposucciones que la “Preysler”, no había salón de belleza ni exclusiva tienda
de moda que no se hubiera recorrido. Entre uno, que se pasaba el tiempo frente
a su portentosa empresa, sin importarle nada más; y la otra, cuya pasión eran
los centros comerciales y las superficiales reuniones de sociedad, a Martina no
le quedaba otra única compañía que la de su peludo y gallardo samoyedo, al que
tenía ya aburrido con sus repetitivos juegos de coger la estúpida pelotita.
A
menudo, los pensamientos eran los únicos testigos de su soledad. Martina, en la
soledad de su habitación, llenaba su mente de imaginación; y aquellos
pensamientos que su loca cabeza producía, los vivía como si fueran hechos
reales, y no imaginarios. Su personaje favorito era Johnny, el águila Johnny.
Johnny, por ser un tipo seductor y a la vez chulo; Águila, porque tenía fama de
cazar al vuelo a sus presas. ¡Oh, sí! Ese era el tipo de hombre con el que
Martina había soñado tantas noches, con el que se le hubiera ocurrido pasar una
noche de vértigo. Johnny era alto, musculoso, bien proporcionado. Botas de cowboy,
tejanos ajustados, desgastados, pero sexys, marcando un respingón trasero, duro
como el acero. Siempre llevaba un chaleco abierto de cuero negro, impregnado de
sus sudor y de su aroma a macho semental, dejando entrever ese torso bien
curtido, moreno, con esas gotas de sudor deslizándose sobre sus firmes
pectorales, esos brazos repletos de músculos palpitantes, más que brazos,
agarraderas, donde Martina le gustaría asirse sin temor. Águila Johnny era
guapo, tremendamente guapo, pero en absoluto creído. Un pendiente de plata le
brillaba en el lóbulo derecho, y sus grandes ojos verdes parecían luceros en la
oscura y solitaria noche.
En aquel momento estaba sonando una lejana melodía de
saxo. Águila Johnny se aproximó a Martina, que se encontraba de espaldas
esperando que su valiente amado le posara la mano sobre su espalda. La dulce
música de saxo aumentó de sonido, haciéndose más cercana a la intimidad en la
que ambos se encontraban. La noche estaba fresca, húmeda, repleta de estrellas,
y en ese mismo instante, la mano de Johnny rozó suavemente su menuda espalda.
“Muñeca”, pronunció su boca. Martina se giró al ritmo de la sensual música,
“¡Oh, Johnny, has venido!”, susurró. Johnny rozó delicadamente el rostro de
Martina hasta llegar a sus labios, esos labios llenos de sed, sedientos de los
labios de Johnny. “Bésame”, musitó Johnny, aproximando esa fresca fuente a la
boca de Martina. Y…“¡ Ti, ti, ti!”. Martina saltó de su cama y las yemas de sus
dedos rabiosamente apagaron el molesto “aparatejo”. “¡Maldito despertador!”,
pronunció más enfadada que nunca. Agarró el despertador con dos escasos dedos y
lo lanzó al suelo con una fuerza descomunal. Entonces, su mirada se quedó
inmóvil en el suelo, si casi pestañear, sin casi respirar, y en unos segundos
de supuesta inconsciencia, gritó: “¡ Oh, Johnny, cuándo te volveré a ver!”.
Los
minutos, las horas, los días,…, todo pasaba a la velocidad de un rayo en la
vida de Martina. Eran pocos los días en los que el verano iba a hacer su
rutinaria presencia; y en uno de esos mismos días, uno de esos días en los que
la brisa cálida rozaba el rostro de Martina, su mente proyectó la visión de una
felina, de una perversa mujer con labios de carmín intenso, y largas uñas
diabólicas. “La gata”, ese era su nombre, ese era el único nombre que conoció
desde el comienzo de sus existencia.“La gata” se hacía respetar, sólo bastaba
escuchar los pasos de sus vertiginosos tacones de aguja, para que los hombres
enmudecieran a su lado. “La gata” poseía un cuerpo perfecto, cubierto con un
ceñido vestido, aunque hubiera sido mejor asignarle el nombre de “segunda
piel”, pues se le ajustaba como un guante. Su mirada era penetrante, profunda,
pero en sus ojos se reflejaba claramente ese aire diabólico de crueldad que “La
gata” sólo podría poseer. “La gata” no era una “niña buena”, no. Ella sólo
buscaba un respeto mutuo, nada más; pero si no era capaz de recibirlo…mostraba
su afilada zarpa como la de una leona hambrienta.“¡Hay, lo que daría yo por ser
“La gata”!”, murmuró Martina en la soledad de su habitación.La imagen de “La
gata”, de esa silueta perversa, fruto de su pura imaginación, se apoderó en muy
poco tiempo de la mente de Martina. “La gata” desplazó a “Águila Johnny”, y
prácticamente la vida de Martina también había sido desplazada por su singular
presencia. “La gata” se convirtió en una obsesión para la tímida e inocente
Martina, una obsesión que acabó perturbando su mente y convirtiéndola en la
mismísima “Gata”. Sí, mientras por el día, la torpe Martina soportaba las
burlas y desprecios que padecía, sin poder remediarlo, por las noches sus
labios tenues adquirían el brillo intenso del carmín, sus trenzas se
transformaban en una magnífica peluca rubia platino, una preciosa melena al
viento que a simple vista no aparentaba su falsedad, y unos vertiginosos
tacones de aguja transformaban sus pies que ahora se enorgullecían de los pasos
sensuales y firmes que Martina había aprendido a efectuar. Nadie nunca la
descubrió, absolutamente nadie. Ni siquiera ella se descubrió a sí misma. Ni
siquiera podía entender lo que le sucedía…(...)