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17 de mayo de 2013

MIEL AMARGA

Relato que escribí cuando tenía 15 años, y que ganó un pequeño concurso de narrativa...



     Eran exactamente las siete y media de la mañana, hora en la que el ruido interminable e insoportable del “ ¡ti, ti ti!” hacía eco en el oído de Martina. Martina abrió sus enormes ojos negros azabache, que disimulaba muy bien tras las horribles “gafotas” de pasta que llevaba diariamente. “Bueno, ya es lunes”, pensó un instante acostada sobre su cama; y de un súbito impulso, apagó el molesto despertador. Como un rayo se vistió con su uniforme, recién planchado y correctamente doblado sobre la silla. Una pena de uniforme: calcetines blancos e impecables, casi cubriéndole las huesudas rodillas; faldita a cuadros, no tan corta como ella en realidad quisiera; una chaquetilla de lo más pija y cutre a la vez; y por fin, esos zapatones negros, abrillantados con grasa de caballo, un poco incómodos. Pero su mejor rasgo, y con lo que mejor la identificaban los compañeros en su instituto privado, eran esas largas trenzas que cubrían su pecho, y esas “gafotas” de pasta que reducían sus enormes ojos a los de un topo. Su cara era la cosa más pecosa que se hubiera podido ver, y además usaba corrector de dientes. Martina era un desastre. Siempre llevaba un calcetín más bajo que otro, los cordones de un zapato sin atar, y claro, esa es la causa por la que siempre se tropezara con todo el mundo. Y luego estaban las risas y las burlas de los compañeros, a las que Martina respondía con una estúpida y sonora carcajada, aunque en realidad, tuviera unas ganas tremendas de llorar antes que de reír. Y la cosa no queda aquí, en las asignaturas tampoco es que fuera una empollona, no. Exactamente, seis asignaturas pendientes de recuperar, y las demás aprobadas por los mismísimos pelos, Una auténtica joya, ¿verdad? 


     En la economía no es que le fuera mal; vivía en una lujosa casa con todas las comodidades necesarias para no salir de ella. Su padre, un aficionado a los puros y al buen comer, que siempre tenía pestilentes círculos de sudor en las camisas, era un rico empresario propietario de una multinacional. Su madre, con más liftings y liposucciones que la “Preysler”, no había salón de belleza ni exclusiva tienda de moda que no se hubiera recorrido. Entre uno, que se pasaba el tiempo frente a su portentosa empresa, sin importarle nada más; y la otra, cuya pasión eran los centros comerciales y las superficiales reuniones de sociedad, a Martina no le quedaba otra única compañía que la de su peludo y gallardo samoyedo, al que tenía ya aburrido con sus repetitivos juegos de coger la estúpida pelotita. 

    A menudo, los pensamientos eran los únicos testigos de su soledad. Martina, en la soledad de su habitación, llenaba su mente de imaginación; y aquellos pensamientos que su loca cabeza producía, los vivía como si fueran hechos reales, y no imaginarios. Su personaje favorito era Johnny, el águila Johnny. Johnny, por ser un tipo seductor y a la vez chulo; Águila, porque tenía fama de cazar al vuelo a sus presas. ¡Oh, sí! Ese era el tipo de hombre con el que Martina había soñado tantas noches, con el que se le hubiera ocurrido pasar una noche de vértigo. Johnny era alto, musculoso, bien proporcionado. Botas de cowboy, tejanos ajustados, desgastados, pero sexys, marcando un respingón trasero, duro como el acero. Siempre llevaba un chaleco abierto de cuero negro, impregnado de sus sudor y de su aroma a macho semental, dejando entrever ese torso bien curtido, moreno, con esas gotas de sudor deslizándose sobre sus firmes pectorales, esos brazos repletos de músculos palpitantes, más que brazos, agarraderas, donde Martina le gustaría asirse sin temor. Águila Johnny era guapo, tremendamente guapo, pero en absoluto creído. Un pendiente de plata le brillaba en el lóbulo derecho, y sus grandes ojos verdes parecían luceros en la oscura y solitaria noche. 
    
     En aquel momento estaba sonando una lejana melodía de saxo. Águila Johnny se aproximó a Martina, que se encontraba de espaldas esperando que su valiente amado le posara la mano sobre su espalda. La dulce música de saxo aumentó de sonido, haciéndose más cercana a la intimidad en la que ambos se encontraban. La noche estaba fresca, húmeda, repleta de estrellas, y en ese mismo instante, la mano de Johnny rozó suavemente su menuda espalda. “Muñeca”, pronunció su boca. Martina se giró al ritmo de la sensual música, “¡Oh, Johnny, has venido!”, susurró. Johnny rozó delicadamente el rostro de Martina hasta llegar a sus labios, esos labios llenos de sed, sedientos de los labios de Johnny. “Bésame”, musitó Johnny, aproximando esa fresca fuente a la boca de Martina. Y…“¡ Ti, ti, ti!”. Martina saltó de su cama y las yemas de sus dedos rabiosamente apagaron el molesto “aparatejo”. “¡Maldito despertador!”, pronunció más enfadada que nunca. Agarró el despertador con dos escasos dedos y lo lanzó al suelo con una fuerza descomunal. Entonces, su mirada se quedó inmóvil en el suelo, si casi pestañear, sin casi respirar, y en unos segundos de supuesta inconsciencia, gritó: “¡ Oh, Johnny, cuándo te volveré a ver!”.

     Los minutos, las horas, los días,…, todo pasaba a la velocidad de un rayo en la vida de Martina. Eran pocos los días en los que el verano iba a hacer su rutinaria presencia; y en uno de esos mismos días, uno de esos días en los que la brisa cálida rozaba el rostro de Martina, su mente proyectó la visión de una felina, de una perversa mujer con labios de carmín intenso, y largas uñas diabólicas. “La gata”, ese era su nombre, ese era el único nombre que conoció desde el comienzo de sus existencia.“La gata” se hacía respetar, sólo bastaba escuchar los pasos de sus vertiginosos tacones de aguja, para que los hombres enmudecieran a su lado. “La gata” poseía un cuerpo perfecto, cubierto con un ceñido vestido, aunque hubiera sido mejor asignarle el nombre de “segunda piel”, pues se le ajustaba como un guante. Su mirada era penetrante, profunda, pero en sus ojos se reflejaba claramente ese aire diabólico de crueldad que “La gata” sólo podría poseer. “La gata” no era una “niña buena”, no. Ella sólo buscaba un respeto mutuo, nada más; pero si no era capaz de recibirlo…mostraba su afilada zarpa como la de una leona hambrienta.“¡Hay, lo que daría yo por ser “La gata”!”, murmuró Martina en la soledad de su habitación.La imagen de “La gata”, de esa silueta perversa, fruto de su pura imaginación, se apoderó en muy poco tiempo de la mente de Martina. “La gata” desplazó a “Águila Johnny”, y prácticamente la vida de Martina también había sido desplazada por su singular presencia. “La gata” se convirtió en una obsesión para la tímida e inocente Martina, una obsesión que acabó perturbando su mente y convirtiéndola en la mismísima “Gata”. Sí, mientras por el día, la torpe Martina soportaba las burlas y desprecios que padecía, sin poder remediarlo, por las noches sus labios tenues adquirían el brillo intenso del carmín, sus trenzas se transformaban en una magnífica peluca rubia platino, una preciosa melena al viento que a simple vista no aparentaba su falsedad, y unos vertiginosos tacones de aguja transformaban sus pies que ahora se enorgullecían de los pasos sensuales y firmes que Martina había aprendido a efectuar. Nadie nunca la descubrió, absolutamente nadie. Ni siquiera ella se descubrió a sí misma. Ni siquiera podía entender lo que le sucedía…(...)



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