Acurrucada dentro de la cama, sólo una lamparilla de
noche me alumbra. Fuera comienza a llover, y nos miramos. Con los ojos
entornados, muy cerca, frente a frente, de lado, descubiertos, sin telas,
desnudos, tan cálidos, tan íntimos, tan nosotros dos. Nadie más. A cada gota
que suena sobre el cristal de la ventana, nos acariciamos con un beso, casi al
compás. La lluvia crece, también nuestro frenesí. Adosados, abrazados,
abarcados. Pecho con pecho, piel acariciando a piel. Llueve más fuerte, el
cielo se enfurece. Descarga su pasión sobre el tejado de nuestro rincón.
Interrumpo un beso. – Hazlo,… ahora –susurro sin escuchar mi voz. Y ya estás
sobre mí, sin darme cuenta. Y ya estás dentro de mí, y me doy cuenta. Unidos,
fundidos, amarrados. Hacemos el amor. Graniza fuera y la luz de la lámpara se
entrecorta, pero ahí estás, te veo, te siento, tan profundo que casi alcanzas a
rozar mi corazón. Lo acaricias, lo dejas, lo tocas, lo abandonas,… Un último
trueno, y la oscuridad se instala en la habitación. Ya he llegado. Y ya ha
cesado. Y ya no hay tormenta, ya no hay nada. Sólo charcos fuera. La luz
regresa y abro los ojos. Y no hay nada. Sólo un charco dentro, mi espalda envuelta
en sudor en la cama. Y ya no hay hombre, ya no hay nada…
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