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17 de mayo de 2013

UN FALSO CABALLERO

Relato presentado al premio de relato breve El País, Círculo de Bellas Artes y Alfaguara 2011. El texto debía comenzar con las primeras líneas de El Quijote. “En un lugar de la Mancha (…) galgo corredor”


     -¿Ese hombre seré yo?- preguntó el hombre que escuchaba tal afirmación, interrumpiendo una vez más, obsesionado por saber, la oratoria proveniente de los labios finos, disfrazados con carmín mal trazado, de la pitonisa destartalada y caracterizada como una maga del medievo, que se encontraba frente a él, hipnótica ante una gran bola de plástico usurpador del verdadero cristal. La bruja retorció con desgana su gesto, tras haber sido molestada por el cliente en el culmen de su predicción. No pronunció ni una palabra, sólo se limitó a mostrar, ante el semblante incrédulo del estafado, la palma derecha de su mano colmada de anillos de oro y pedruscos ostentosos, haciendo ademán de recibir el precio de su sesión. El señor gruñó, y entre murmullos resentidos introdujo su mano dentro de la cavidad ceñida del bolsillo de su pantalón, para sacar un billete bien plegado, que sostuvo unos segundos entre su mano sudada y apretada de avaro. Pero antes de intentar despojarse de éste, estudió esa última cábala que había sentenciado la vidente; por fin había entendido con claridad el mensaje de su boca coloreada con tintes de locura, e imaginando que su porvenir seguiría discurriendo como un auténtico caballero, galán, valeroso y conquistador, sonrió complaciente, abonando la cantidad fijada. La adivinadora de futuros, con leve malicia, observó los andares orgullosos, aunque ridículos, del satisfecho discurrir hasta la salida del local. –Existen personas que deben aprender a mirarse en un espejo- murmuró entre dientes.

     
     El ambicioso regresó a su hogar. Se despojó de sus zapatos costosos de cifras incalculables y se reclinó sobre los almohadones de su gran sofá de piel de bisonte, procedente de las más altas cumbres de las praderas de vaya a saber usted dónde. Extendió su brazo hacia una mesa de mármol próxima, y se sirvió, sin mover ni un músculo de su orondo tronco de sibarita, una copa de vino exquisito. Humedeció con un sorbo del líquido embriagador su laringe, e izó la copa en alto.
 -Tengo riquezas, tengo honores, tengo mujeres y poder- se dijo. Emitió una amplia risotada endiablada. La bebida espirituosa resbaló de un golpe dentro, con ansiedad, alojándose en la redondez de su vientre embarazado. -Y tengo buenos vinos, y buenos manjares, y un criado que me sirve cuando quiero- presumió, observando las gotas grana que permanecían adosadas a los bordes cristalinos de la copa. Su abdomen resonó, tal como si una criatura alojada en él se hubiera rebelado. -¡Y tengo hambre!- vociferó a la nada.
   
    El criado del opulento, un chico alto, huesudo y desgarbado, ataviado con un viejo uniforme grisáceo, apareció fugazmente ante su presencia. Cualquier ser que trabajara allí no sentía la necesidad de acudir ante el gran patrón cuando se mencionara su nombre, porque carecían de él, de nombre, de rostro, de identidad. Bastaba escuchar uno de sus bramidos para cerciorarse de que se debía acudir ahí, en cuestión de milésimas de segundo, frente a su imagen de ogro grotesco. El grito de su bestia estomacal, reclamando algún alimento para deglutir, fue escuchado incluso por el chico. -¡Comida!- ordenó famélico, como si devorase las palabras omitidas de su mandato a mordiscos.
  
   El sirviente corrió hacia la cocina. Regresó en un intervalo escaso de tiempo con una bandeja resplandeciente de plata cargada de multitud de alimentos grasientos, ingredientes culinarios dignos de ser sebo de puercos. El pecador de gula rebosó sus manos de comida y la embutió con afán dentro de su boca. Comía y gimoteaba de placer, febril, salpicando de restos alimenticios el espacio vital que le separaba de su esclavo, de pie frente a él, expectante en el acontecimiento. -¡Más vino!- volvió a dirigir escupiendo un pedazo de solomillo.
   
     El mísero cogió la botella de vino, defectuosamente colocada en la mesita por su dueño, y llenó la copa, aún con restos fósiles del vino anterior. El chorro aromatizado con alcohol caía sobre el recipiente de cristal, cuando una mano rabiosa del señor de la casa decidió tirarla, fragmentándola en pedazos punzantes y provocando una gran mancha sobre el suelo impoluto del salón. -¡Sirve otra copa limpia!- sentenció.  Asió la bandeja metálica para recoger los desperdicios, y defendiéndose tras ella de los sapos y culebras sobresaliendo al exterior del cuerpo del mezquino, se dispuso a reparar tal desperdicio, pero agarró un puñal de cristal, el más agudo y afilado, semejante a la punta de una lanza, y amenazando la faz temerosa de su enemigo, le reclamó sus pertenencias. El pérfido caballero fue deshonrado, y entre sollozos le regaló al delincuente una gran parte de las riquezas que había macerado. Y tras el suculento botín, las piernas esqueléticas del pícaro comenzaron a correr; huyó tan célere como un galgo. El llorón se levantó con dificultad del hueco sudado que su trasero inmenso y apoltronado había efectuado, y todavía agitado, se dirigió al ventanal para contemplar semejante andanza del insignificante lacayo. Desde allí escuchó el rugido de su rocín flaco de dos ruedas siendo arrancado por su nuevo propietario, y su porte de hidalgo audaz desapareciendo calle a través.  En el reflejo del cristal, sólo pudo presenciar la imagen de un patético derrumbado, con una panza tripuda. Reconocía, al fin, su rostro.


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