No te mira nunca, pero yo sí la
veo cada atardecer cuando paseo a Lulo. En esa plazuela a las afueras de la
ciudad, con dos arboledas marchitas y otro par de bancos de piedra carcomido
por los excrementos. Silenciosa, donde hace semanas se podían oír inquietas a
las golondrinas. A la misma hora antes de cenar, las hojas de un arbusto se
sacuden como si alguien o algo lo estuviera revolviendo desde dentro. Y la veo.
De aquella mujer llego a ver su espalda ancha y jorobada, cubierta por una
chaquetilla de punto, unas zapatillas de estar por casa de cuadros, y su
grasiento pelo gris. Pero nunca me mira. Y nunca veo sus ojos. Veo de aquella
mujer, entre los huecos de las hojas agitadas, una de sus manos de dedos
raquíticos y temblorosos, y cómo parece ir a tocar algo escondida en los
claroscuros. Lulo se acerca a husmear; tiro de la correa mientras le ordeno
callar. El matorral deja de moverse. Quiero volver a casa, pero mi mano se
queda sosteniendo la cuerda, tan paralizada como mi respiración, y no puedo
dejar de intentar percibir entre esas hojas que no se mueven ya. Hay silencio.
Silencio de abandono, como el de ese carrito de la compra sucio y abierto al
lado de aquella mujer. Hasta que un maullido desde allí me despierta. Quiero regresar a casa
pero no puedo dejar de intentar acercarme para mirar, aunque mis pies procuren
no hacer crujir las ramas del suelo, y tenga que tomar en brazos a Lulo y
apretarlo contra mí. Y aunque acerque mis ojos entre los huecos de las hojas, y
le susurre a mi perro que no diga nada. Hasta intentar mirar, con sigilo. Puedo
ver cómo los gatos callejeros beben apacibles de un recipiente de agua, y comen
callados bolas de pienso de un trozo de cartón. Y a ella. Su imagen encorvada,
sacudiendo su tronco de espaldas a mí. Plumas que vuelan para todos lados.
Algunas golondrinas muertas y desolladas entre el alimento seco de los
gatos. Casi grito. Y veo a aquella mujer
que no te mira nunca, pero que entonces sí me está mirando, quieta. Y veo su
boca ensangrentada. A aquella mujer a la
que nunca veo sus ojos. Miro sus ojos, y sus pupilas son dos líneas brillantes
y delgadas.